Historias

domingo, 27 de diciembre de 2015

Y así empezó...

Estoy sentada en este sofá en el que nos dimos tantos besos, me hiciste el amor y donde un día confeccionamos la lista que tengo en las manos.

Aún recuerdo como fue todo, desde el mismo momento en que nuestros ojos se cruzaron en aquel bar al que acudíamos habitualmente, pero donde nunca nos habíamos cruzado hasta aquel preciso momento. Llámalo destino, llámalo casualidad, solo sé que fue lo suficientemente mágico para que te colaras en mis pensamientos.

También recuerdo que no fue, ni de lejos, la primera vez que hablamos, solo nos miramos. Nos rehuíamos y sonreíamos al pensar “Crees que no te he visto mirarme, pero lo he hecho”.

Eramos solo un pensamiento en la mente del otro, y entonces me levanté y me fui. Huía de aquello por miedo al rechazo, por miedo a las palabras que mi mente repetía una y otra vez antes de que fueran pronunciadas por tus labios. Y me arrepentí. Claro que lo hice. Lloré tu ausencia sin conocerte, hice y deshice para volver a coincidir contigo en aquel lugar, pero no volviste. No te volví a ver.

¿Habías sido un espejismo? ¿Era a consecuencia del alcohol? No eras perfecto para nadie, salvo para mí. Tus gafas de pasta, tu pelo por los hombros color castaño claro, tu cuerpo espigado y casi excesivamente delgado para tratarse de un hombre. Vale, no eras el sueño de ninguna, pero eras mi sueño y eso me bastaba.

Habían pasado meses de aquella primera vez cuando te acercaste por mi espalda, no para hablar conmigo, sino para pedir una copa. Te escuche y algo en mi cuerpo me dijo que debía girarme y mirarte. Allí estabas, viva imagen de mi locura. No eras un espejismo, no podías serlo. Levanté la mano movida por la desesperación y la puse sobre tu pecho, solo para poder comprobar que eras tangible, y lo eras. Mis ojos no se apartaban de mi mano sobre tu corazón. Pasaron unos segundos hasta que me dí cuenta de que te había tocado sin venir a cuento. Noté mis mejillas arder, mis ojos abrirse de par en par, y una pequeña sonrisa nerviosa estirar mis mejillas hasta casi tocar mis orejas.

- Esto... ¿estás bien?

Tus primeras palabras estaban destinadas a valorar si estaba bien mentalmente, claro, porque aquello no era normal. Alcé mis ojos y te vi mirarme, darte cuenta de quien era yo, y tu mano salió disparada hacia la mía, sujetándola en aquel punto donde tu corazón empezó a taladrar tu pecho. Creo que fue el momento exacto en que supe que aquello que sentía, aquella electricidad, aquel movimiento en mis tripas y aquellas voces en mi cabeza que me gritaban “no dudes más”, era todo causado por el miedo a saber que te había encontrado. Que ya no podía hacerme la tonta frente al amor, frente al hecho de volver a sentir mi corazón galopando a toda velocidad queriendo estamparse contra el tuyo.

Así empezó todo, nuestro caos de relación. Nuestras idas y venidas, nuestras peleas por querernos demasiado. Aquellas tontas palabras hirientes de dos inexpertos en el campo del amor. Fue cuando quise quererte hasta siempre, cuando aprendí a compartirme contigo. Cuando dejé de ser egoísta y quise darte lo que era. Cuando quise aceptar un compromiso y que eramos dos en la ecuación. Llevaba tanto tiempo sola, tanto tiempo sin dar explicaciones, que tuve que aprender a marchas forzadas. Y lo hice, te aprendí, me aprendiste, nos entendíamos incluso a gritos. Me escuchabas, que es mucho decir, y no solo te dedicabas a oírme.

Entonces nos sentamos, aquí, en este mismo lugar, cuando empezamos a compartir un hogar en común y nos prometimos que haríamos cosas juntos más allá de estas paredes que ahora nos ahogaban y nos comprimían. Decidimos hacer una lista de cosas que queríamos hacer juntos y que no queríamos dejar pasar solo por no tener el tiempo suficiente.

La verdad es que cumplimos con casi todos los puntos muy rápido. Nos fuimos de viaje a Nueva York, algo que sin duda era nuestra prioridad. Fuimos a comer a uno de esos restaurantes exclusivos que hay sobre los edificios más altos y desde donde podíamos contemplar la ciudad entera. Nos hicimos un tatuaje a juego, aunque diferentes, para que solo nosotros supiéramos su significado. Nos escribimos un cuento corto, donde yo era tu musa, y tu mi príncipe azul. Nos preguntábamos cada día como nos había ido el día, y ese era nuestro momento mágico abrazados en este sofá.

Después fuimos cumpliendo cosas más tranquilamente, como ver en concierto al grupo que tocaba la segunda vez que nos vimos. Dejarnos notas en la nevera cada vez que nos teníamos que separar por temas de trabajo. Ir a aquella casa rural que tanto nos gustaba, pero que se salía de nuestro presupuesto. Viajar y ver el mundo. Hacer una sonrisa de cada mañana. Que cuando nos peleábamos, que era muy normal en nosotros, nos escucharíamos antes de sacar conclusiones precipitadas. Comer pez globo los dos a la vez. Nadar entre tiburones.

En definitiva un largo etcetera de siete años de relación, que aunque no sea mucho, fue tan intenso como real.

Había dos puntos, dos que siempre habíamos tenido en la zona oscura de aquel bonito recopilatorio de intenciones, pero que tan bien supimos cumplir. El primero, ser sinceros y si alguna vez aparecía una persona entre nosotros que nos pudiera lastimar y degradar nuestra relación lo diríamos. Y el último... nunca decirnos adios.

Supongo que este es tu modo de despedirte, sin decirme esa palabra que tanto duele y que tan rota me deja.

Esta mañana he encontrado esta lista que tantos años nos ha acompañado sobre la mesa que ahora mismo tengo delante y que sigo mirando desde hace tres horas sin poder creerme lo que ha pasado. Sigo dándole vueltas a la cabeza, al corazón, sigo pensando que debe ser una broma macabra, porque esa opción, la de una persona interponiéndose entre nosotros estaba marcada, tachada, indicándome que estaba hecho, que ahí estaba la prueba. Había pasado y me lo estaba diciendo, estaba siendo sincero. Él se había ido con otra y me había dejado, eso sí, sin decirme adios.

3 comentarios:

  1. Ay madre mía, que triste... Que forma de decirle lo que había pasado, que bien le venían dos hostias...

    ResponderEliminar
  2. Ay madre mía, que triste... Que forma de decirle lo que había pasado, que bien le venían dos hostias...

    ResponderEliminar
  3. Que angustia y que triste la historia.
    Este tipo de dolor, es uno de los que marcan de por vida. Ainss...

    ResponderEliminar